Sebastián Pérez
Dos peces jóvenes nadando se encuentran con un pez más viejo, que viene en sentido contrario, y que les saluda con la cabeza y dice "Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?" Los dos peces jóvenes nadan un poco más y entonces uno de ellos se vuelve hacia el otro y le dice "¿Qué diablos es el agua?". Con este pequeño relato David Foster Wallace, gran escritor norteamericano, pretendía ilustrar a unos recién graduados de la universidad lo fácil que es olvidarnos e ignorar muchas veces las realidades más obvias, esas en las cuales estamos sumidos cada jornada de nuestras vidas. Corriendo como ratones o hámsters en una rueda, todos los días hacemos cosas en forma automática, casi sin pensarlas: parar en un semáforo en rojo, mirar el teléfono, dar like en alguna red social, responderle mal a nuestra pareja o gritarle a alguien en nuestro trabajo, pareciera como si en nuestro mundo hámster toda la vida fuera una sucesión de respuestas automáticas preconfiguradas a cada situación. Cuesta salir de esa dinámica, de poder tomarse el tiempo para pensar en lo que hacemos y, más importante, por qué hacemos lo que hacemos. El arte es probablemente la mejor herramienta para mirar fuera del agua, ese periscopio que nos permite darnos cuenta que efectivamente estamos rodeados de ella y en la literatura es donde encontramos la mejor muestra de ello. Aparte del mismo Foster Wallace, el escritor francés Michel Houellebecq tiene el talento de mostrarnos la realidad con la misma delicadeza de un puñetazo en la nariz, si somos capaces de resistir eso nos hará ver no sólo que estamos rodeados de un agua que antes no percibíamos, si no que hay una corriente que nos arrastra y nos lleva en una dirección, queramos o no. Pero lo más crucial de todo es que nos revelará nuestras aletas, la única forma que tenemos para enfrentarnos a la corriente.