Una profunda crisis moral
Los fines de semana largos suelen enlutar a muchas familias y a la sociedad entera. Desde siempre, y en estas fiestas como nunca, hemos tenido que lamentar accidentes de tránsito con víctimas fatales, muchos de ellos vinculados al consumo de alcohol y al exceso de velocidad. Sumado a ello, mes a mes nos enteramos de asesinatos de todo tipo, especialmente en contra de las mujeres.
Todas las medidas de orden social y policial que aparecen frente a estos hechos son ciertamente muy positivas. ¿Cómo no reconocer el esfuerzo que hace Carabineros de Chile en su labor fiscalizadora? ¿Cómo no reconocer lo importante que pueden ser las mayores exigencias a la hora de obtener la licencia o premiar al conductor que no bebe? Y para evitar la violencia al interior de la familia, ¿cómo no reconocer el apoyo que se da, por ejemplo, a través de un teléfono habilitado para ello?
Sin embargo, se ha de reconocer que el aumento del consumo de alcohol y el aumento de la violencia al interior de la familia hunde sus raíces en una gran crisis moral, la que brota de la ausencia del reconocimiento claro y público de todas las instancias políticas, sociales y académicas del valor inherente de la persona humana y su dignidad. Estoy cierto que el reconocimiento del altísimo valor de la persona es, por lejos, la única forma que nos respetemos y cuidemos los unos a los otros. Estoy cierto que este tipo de conductas son una manifestación del vacío existencial que hay detrás de un conductor ebrio y temerario o de una persona agresiva que no sabe qué significa ser hombre y vivir en consecuencia.
Una de las causas de esta forma de ver la vida y manifestarse es que existe un gran escepticismo frente a la posibilidad de conocer la verdad. El no reconocer que la realidad lleva en sí grabada una verdad que al hombre le corresponde aceptar y vivir, ha hecho que la libertad no sea lo que es, ordenar los comportamientos a la verdad, sino el cumplimiento de lo que quiero, cuándo quiero y cómo quiero. Sin verdad reconocible no hay auténtica libertad, se borran las fronteras del bien y del mal, se pierde el sentido de la vida dado que todo queda al mero gusto, de suyo pasajero, vulnerable y caprichoso.
Debemos preguntarnos cuáles son los fundamentos mismos de la sociedad que queremos construir. Si creemos que el fin de toda actividad humana es el propio hombre, ha llegado la hora de actuar en consecuencia. Para ello es una exigencia hacer prevalecer la realidad de que las personas valen por lo que son y no por lo que tienen o hacen en virtud de su dignidad. Ello conlleva a que se note que los más desvalidos son una preocupación de todos. Si creemos que realmente la persona es el centro de la sociedad, fortalezcamos en todas las instancias educativas, formales e informales, el valor de las virtudes, es decir el reconocimiento del valor del bien que somos capaces de percibir por la verdad que la realidad lleva grabada en sí misma y no por el beneficio que me puede reportar. Si creemos que la persona es el centro de la sociedad, todos los ciudadanos, especialmente quienes tenemos relevancia pública, hemos de tener una vida volcada al servicio a los demás e intachable desde el punto de vista moral y no usar nuestras responsabilidades públicas para servirnos a nosotros mismos Para esto es urgente recuperar el amor por la verdad que nos llevará al amor al ser humano y al respeto que merece.