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El Loa, la otra frontera

La mayoría de los extranjeros que pasan a Chile por Colchane buscan llegar al sur. Ciudades como Santiago y La Serena son la esperanza de tener pronto un trabajo, pero aunque muchos traen ahorros, la plata desaparece con los altos precios que cobran los taxis piratas ante la imposibilidad de comprar pasajes en bus. Cuando salen de Iquique, la barrera es el control aduanero en el límite de las regiones de Tarapacá y Antofagasta.
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Por Ignacio Araya - La Estrella de Antofagasta

Eran como las cinco de la mañana cuando Ernesto Riveros despertó. Estaba cansado y apenas había dormido dos horas, pero quería que pronto amaneciera. El cielo empezó a aclarar y se levantó con entusiasmo. Bajó a la orilla de la costa, cruzando un kilómetro de tierra y piedras.

Por primera vez en su vida, Ernesto vio el mar. Lo había observado en tantas series y películas en su casa de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, pero ahora lo estaba tocando, escuchando las gaviotas, sintiendo en su rostro la brisa salada.

Pasaron unos minutos de ese primer encuentro y Ernesto caminó de regreso a donde estaba, ese piso frío y desnivelado de asfalto junto a la carretera donde tuvo que pasar la noche. Había que comenzar a pensar cómo seguir el camino que inició el sábado, cuando sus cuatro acompañantes en esta travesía dejaron Santa Cruz, pasaron a Cochabamba y se aventuraron a cruzar la frontera hacia Chile. Esperaron un bus prometido que nunca los fue a buscar, aceptaron pagar 25 mil pesos por un traslado pirata a Iquique y después caminaron durante horas hasta que por fin los llevaron hasta el río Loa. Le quedó dando vueltas esa primera impresión del océano. "Me emocioné", recuerda.

Es mediodía, Riveros está sentado con el mar de fondo, jugando con unas piedras a la sombra de un letrero caminero que anuncia la cercanía de la Mina Fackir, la más al norte de la provincia de Tocopilla.

Su amiga Aracely Ayala está instalando un chip que compró en Chile, buscando señal para comunicarse con la empresa que los contrató a todos en un trabajo de recolección de frutas en La Serena, pero que no les ha dado instrucciones de cómo llegar si el transporte prometido no los fue a recoger.

A su lado, en una fila al costado de la ruta, avanzan en silencio decenas de mujeres y hombres cargando niños, bebés, maletas, bolsos, peluches y frazadas, esperando llegar lo más al sur posible. Un bus se aproxima rápido desde lejos.

"A ver, hazlo parar", le dice a Aracely. La máquina va a Santiago pero no se detiene y aunque la chica hace un ademán para que se detenga, el bus pasa veloz, levantando el polvo. Habrá que seguir esperando, pero no saben cuanto.

Unos metros al norte, en el control caminero de El Loa, límite entre las regiones de Tarapacá y Antofagasta, siguen llegando personas. Venezolanos, bolivianos y colombianos pasan por un escaner de rayos X que revisa si llevan algún equipaje prohibido o con restricción de salir de la Zona Franca, y después se juntan a un costado de la ruta a esperar si algún conductor los lleva.

Taxis piratas

El Loa es otro límite del camino. Como hay fiscalización de Aduanas y Carabineros a los vehículos que van pasando, todos se bajan del bus o llegan en taxis que les cobran hasta 35 mil por persona para traerlos desde Iquique, pero los suelen bajar antes para evitar el control.

Un funcionario cuenta que todos los días llegan autos a las cercanías a dejar gente o incluso bordean el complejo aduanero. Mientras se ven colectivos esperando en un estacionamiento junto a caleta Chipana (un poco más al norte), al otro lado del Loa hay más autos detenidos que desaparecen cuando una camioneta policial se acerca al puente del río. Transporte para el que tiene plata. "Es una verdadera mafia", dice el trabajador.

En el grupo que espera en la salida del control, la familia de Sofía Jerez mira pasar los buses. Llevan cuatro horas ahí. Aunque llegaron con unos ahorros a Chile, el dinero se fue evaporando con los cobros de los transportistas: la tarifa para llegar al Loa fue de 50 mil pesos y solo hicieron excepción con Gisneidy, su hija de 10 años. A ella le cobraron 25 mil. La advertencia era que si alguna autoridad controlaba o preguntaba, había que decir que no estaban pagando.

Sofía dice que en lo que va de viaje solo se ha alimentado de pan, agua y atún. Como el caso de otros venezolanos que migraron hacia el sur de América, el destino inicial de la familia de Sofía fue Perú, pero la situación económica hizo insostenible el permanecer más tiempo, y se decidieron a cruzar hacia Chile por Bolivia.

"Con 50 soles comíamos dos días y ahora uno solo. En mi país está cada día peor. El sueldo mínimo es de un dólar y medio y no alcanza para nada", dice.

El destino es Santiago, ojalá a hacer el mismo trabajo de venta de cosméticos y artículos de belleza que los mantuvo en Perú durante tres años. A su lado, Emerson Buenmayor lamenta que en Bolivia los hayan tratado tan mal. Dice que nadie los ayudaba, que incluso allá veía más xenofobia.

"Creen que vamos robar o algo", comenta. En Chile, al menos, les han dicho las distancias que hay hacia donde quieren ir. Se nota el cansancio en sus ojos. La noche anterior había sido sorprendido por los militares en la frontera. "Yo le pedía fuerza a Dios, que me dé su voluntad", señala.

"Lo que pasa es que esta fuerza te la da la misma situación que tiene nuestro país", comenta Sofía Jerez. "Trabajas todo el mes y no te alcanza para comer ni un desayuno, pero el presidente dice que no, que el país está perfecto. Nosotros solamente vivimos la realidad", añade.

DESTINO

Aunque el complejo aduanero tiene ciertos servicios, como un quiosco donde el agua de litro y medio cuesta $1.600 (como un 50% más que en un almacén de ciudad), o un restorán que pasa cerrado, las duchas no existen. De hecho, en el baño "El Loa" tampoco se puede tirar la cadena, porque se saca agua de un tambor aceitunero para esa función. Las llaves del lavamanos tienen suministro, pero como para un aseo rápido. Así lo tuvo que hacer la familia de Sofía Jerez.

Quien atiende el baño también es migrante. Se llama Juan Toro, tiene 26 años y llegó en 2020 desde las playas de Necoclí, pequeño pueblo colombiano cercano a la frontera con Panamá. Sacó su permiso de trabajo y consiguió el empleo en el baño del control. Además de entregar papel higiénico a quinientos pesos y ponerse guantes para barrer y trapear, él tiene que lanzar el agua para limpiar los baños, a falta de cadena. En su patria, Juan trabajaba en el Ejército.

"Lo más terrible que me toca ver es el mal estado de los niños. Yo tengo un hijo y me pongo en el lugar cuando viene un niño aquí llorando porque tiene hambre, porque no ha dormido bien. Ver a las personas deshidratadas, de quince o veinte días de camino que se alimentan con un solo pan y un té, pero tienen que seguir adelante, porque la meta de ellos es llegar a Santiago", relata.

Un hombre llega a preguntar si se puede bañar. "No se puede", le responde Juan. El caminante, aunque trata de insistir, termina resignándose. Juan Toro dice que cuando llegó a Chile no tuvo un trabajo en semanas, pero que el objetivo era tenerlo pronto, porque no pensaba tanto en él, sino en su hijo. Colombia, señala, tiene uno de los salarios mínimos más bajos de Latinoamérica.

"Yo le diría a las personas de que sí tenemos que migrar, sí buscar un futuro, pero tenemos que ser personas de principios, con respeto hacia las demás personas, también sabemos que es un país que no es el de nosotros. Como migrantes nos tenemos que adaptar a las normas de este país, regularizar los documentos, pagar su renta", afirma.

A lo lejos se ve un grupo que está por cruzar el puente del río Loa y dejar atrás la región de Tarapacá. Una niña de polera rosada, quizás de unos cuatro años, sostiene la mano de sus papás y salta, jugando y tratando de columpiarse aferrada de esos brazos agotados. Atrás, por el escáner del control aduanero, pasan más bolsos y mochilas de decenas de caminantes que siguen llegando a mediodía.

En el grupo donde ya deben haberse juntado unas treinta personas, varios buscan señal de celular en un lugar donde casi no hay cobertura. Lo mismo hace Aracely Ayala, al otro lado del Loa, aunque recién podrá comunicarse cuando esté llegando a Tocopilla, la próxima ciudad.

Aracely no ha tomado agua desde la noche anterior y ya no le queda nada más de reserva, pero la prioridad ahora es que alguien responda del otro lado de la línea para que luego los pasen a buscar y por fin entren a trabajar en esa empresa de frutas de La Serena. Que respondan el celular es la única esperanza de ese mejor futuro que vinieron a buscar a estas tierras resecas. Eso tiene que ocurrir antes que se vaya el sol, porque ya no les queda un peso. Nada, y aún quedan 1.141 kilómetros.

Ernesto Riveros mastica hojas de coca con lejía y sigue jugando con piedras para matar el aburrimiento, a la espera que alguna puerta se abra para seguir a Tocopilla.

"¿Y qué va a pasar si se quedan una noche más acá?", pregunto. Rivera se queda en silencio. Y así pasan varios segundos.

"Esta fuerza te la da la misma situación que tiene nuestro país. Trabajas todo el mes y no te alcanza para comer ni un desayuno".

Sofía Jerez