Mujer chilena y pandemia
Siempre me ha llamado la atención cómo en ciertas épocas de la historia se aceptaba sin cuestionamiento que las personas se clasificaran en "clases" con, como consecuencia, distinto valor y reconocimiento social. Recuerdo algunas películas y novelas, como la de Ben - Hur. Me impactó el relato de un hombre libre que trabajaba para la familia de Hur, que, por amor a una esclava, se hizo él mismo esclavo para poder casarse con ella, perdiendo sus derechos y reconocimientos sociales como hombre libre en el lejano Oriente. Más allá de la impactante fuerza de un amor capaz de renunciar a la libertad personal, todos asumían como algo absolutamente normal que hubiera esclavos y libres, y así como se asumía esta diferencia de valoración había y ha seguido habiendo muchas más a lo largo del tiempo y del espacio: como la diferencia de color, de estatus económico, de raza, de capacidades, de género, de religión, de edad, etc.
Aunque parece algo del pasado, también en la actualidad nos cuesta entender y vivir que todos, más allá de las diferencias aludidas, en tanto que somos personas, somos iguales en naturaleza y en dignidad. Cuesta porque resaltamos más las diferencias que nos alejan, que las semejanzas e ideales comunes que nos acercan, lo que nos podría llevar a concluir que es un problema de miopía. ¿Por qué, si no, los episodios de violencia y enfrentamientos que presenciamos en tantos lugares del globo? El racismo, por desgracia, no es algo sólo del Apartheid de Sudáfrica de los años 80 y 90 del pasado siglo. Las noticias que recibimos a diario nos lo recuerdan. O los actos terroristas contra pueblos enteros sólo por ser de otro de color o de otra religión. Y podríamos seguir… dentro y fuera de nuestras fronteras. ¿Pero cómo revertirlo, cómo corregir esa miopía de comprensión y valoración que se palmas en acciones contrarias a la dignidad humana?
Creo que parte de la respuesta puede venir por el esfuerzo de conocer más y mejor esa maravilla que es la persona humana. Es muy cierta esa frase de San Agustín de "No se ama lo que no se conoce" y que podría traducirse por "cuanto más conocemos algo bueno, más podremos amarlo y valorarlo". En efecto, cada persona humana es un mundo en sí mismo, un ser de riqueza casi infinita, inagotable -que nos viene de esa dimensión espiritual por ser "imagen y semejanza de Dios". Por eso nunca terminamos de conocernos del todo, ni a nosotros ni a cuantos nos rodean. Mirar así a cada persona permite generar la actitud de dejarse asombrar y maravillar.
Además de superar esta miopía, hay que vivir según lo conocido, es decir, concretarlo en actos reales que manifiesten el valor de cada persona. Sí, pues, nuestra libertad nos abre las puertas.
Columna
Esther Gómez, Directora Nacional de Formación e Identidad, Universidad Santo Tomás