Sebastián Pérez
La muerte. La poderosa muerte. El término del sendero. El fin de todas las posibilidades, todo lo que alguna vez pudimos llegar a ser, los sueños que esperábamos cumplir, todo ser termina en ese momento, en ese instante en que partimos a un nuevo viaje. ¿Adónde?, nadie ha vuelto para contarlo y si nadie lo ha hecho, vale la pena preguntarse, ¿existe realmente un lugar desde el cual volver? Preguntas complicadas.
Hace una semana que murió un familiar cercano y me ha venido dando vueltas algo que leí en "Las partículas elementales" de Michel Huoellebecq, un par de años atrás: "El hombre no está hecho para aceptar la muerte: ni la suya ni la de los demás. (..) Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de ruido de fondo que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos." Ese ruido de fondo molesta a veces, pero sólo cuando le prestamos atención, algo que tratamos de evitar deliberadamente día a día. La muerte, sobre todo la muerte inesperada, parece algo extraño, lejano, algo que pasa en Siria o en algún barrio desconocido de Santiago, siempre por la televisión, siempre ajena. Pero de repente algo nos toma la cara y nos hace hundirla en lo que no queremos ver, la muerte nos mira frente a frente y nos recuerda que pese a todos nuestros avances sigue estando ahí, no se ha ido, la única verdaderamente inmortal, la única que acompañará al último ser vivo que quede en este planeta será ella: la muerte.