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Cutico, el ogro bueno de la última salitrera

Vive en la localidad de María Elena, en la II Región. La fachada de su casa está llena de juguetes de niños. Dice que no tuvo infancia pues trabajó desde pequeño.

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Siempre hay campamentos mineros en el desierto de Atacama. Aparecen y desaparecen. Algunos se esfuman más rápido que otros; se los lleva el viento. Sucedió con las varias salitreras que hoy no son más que ruinas y diálogos del viento. Sucedió con Chuquicamata; al que le lloran y encienden velas pues fue algo más que un campamento. Quizás sea una cantidad de años o una generación la que separa el límite entre campamento y hogar. María Elena, la última salitrera del mundo, es más que un campamento. Quienes viven ahí se siente responsables de contar y a la vez, conservar una historia que parece tener fecha de vencimiento.

María Elena hoy es el último refugio de lo que denominan cultura pampina. En consecuencia parte de los cachivaches de salitreras muertas han ido a parar a María Elena. La última salitrera del mundo se ha transformado en una especie de santuario. La casa del protagonista de esta crónica es algo así como un altar; un altar de la resistencia.

La fachada de la morada está llena de cachivaches. Hay juguetes, ruedas, bicicletas, fierros, cuadros, foto y otras cosas recogidas en el desierto. Hay poemas y frases bíblicas escritas en la pared. Hay plantas y una colección de cactus. Parece una casa de cuentos. Atrae. Nos bajamos, para comprobar si también atrapa.

Imaginamos que adentro vive alguien singular; quizás es la figura del ogro Sherk ubicada en el techo, lo que nos hace masticar la palabra ogro. Aquí debe vivir un niño grande, pensamos. Corren otros pensamientos por la cabeza, prejuicios.

No hay timbre y la puerta está entre abierta.

Una voz saluda y el misterio se deshace.

José Velasco (65), conocido como el Cutico, aparece sonriente. Su sonrisa es ingenua, casi de niño. Es mediodía de domingo y el hombre hace un gesto apurado para que nos refugiemos en la sombra. Cutico es moreno, alto, quijada cuadrada, de ojos pequeños pero vivaces y viste una camisa. Lo sorprendemos antes de que comience a ver una película. Le aclaramos que nos llamó la atención su casa; los juguetes. El hombre mueve la cabeza; ríe de manera nerviosa y dice que varios le han sacado fotos y filmado. La suya es una casa popular.

Hay tres bicicletas viejas, pero bien conservadas. Una es de la marca Caloi, una bici ochentera. Luego habla de sus 30 cactus. Cuenta que una vez su cactus San Pedro lo cortaron unos volados. Peyote. Dice que no lo ha cocinado y suelta una risita. Nos invita a pasar al interior de su casa. Adentro el calor se esfuma. Hay sombra y por esto enciende la luz. Las películas están esparcidas por la casa.

Cutico habla despacio. Dice que una hermana, que está enferma, vive con él. Luego le pregunto por su familia. Contesta que viven en el sur, en La Serena; ahí están sus hijos.

"Estuve un tiempo en La Serena pero no me acostumbré. Preferí regresar. Aquí estoy solo y me siento feliz. Puedo dejar la puerta abierta y nadie roba. Todos me conocen. En general, aquí nadie roba porque todos nos conocemos".

Cutico me muestra recortes de una revista de la minera. Aparecen sus fotos exhibiendo una colección de objetos. Cada cosa tiene su historia, dice, y luego me exhibe una colección de candados que halló en sus recorridos por las oficinas abandonadas. Explica que siempre la municipalidad lo invita a exponer sus colecciones. Luego muestra una foto recibiendo un premio por la empresa. Ahí está el jefe, afirma orgulloso.

Después muestra una foto donde aparece de lustrabotas. Ubica su dedo grueso en su rostro. Afirma que desde pequeño trabajó; que no tuvo infancia. Muchos pampinos trabajamos desde niños, afirma.

"Sí (dice, alegre)".

"A veces".

Dice que los niños antes de irse al colegio o después, con sus papás, pasan frente a la casa. La miran. No quieren irse. Los papás les explican que son juguetes con los que jugaron cuando chicos. Hay confianza.

Cutico es el único sobreviviente de los hombres que aparecen en la foto. Son alrededor de 20, parecen jóvenes y fuertes. Dice que se enfermaron, pero que no les siguió los destinos a todos. Integraban un taller eléctrico de la oficina salitrera María Elena. Luego exhibe la foto de su padre. El señor permanece flanqueado por gringos. Los gringos eran ingenieros y su padre ayudante de ellos; un ayudante de topógrafo.

Las fotos de sus padres y sus abuelos vigilan el lugar donde Cutico tiene reservado para ver sus películas. Reconoce que le gusta el cine de acción; las películas de Charles Bronson.

"Es un robot de hace 30 años; ya no lo fabrican".

"Mire", dice Cutico. Muestra un camión de plástico, uno que le llaman: macaco.

Hoy Cutico sigue ligado a la empresa, a través de una contratista. Trabaja en jardinería. Se siente bien, cómodo; no quiere abandonar la empresa ni María Elena.

"Deshago todo si estoy vivo, pero no me iré al final. En Pedro de Valdivia, que está en ruinas, también tengo un pequeño museo. Allá tengo unas plantitas; ellas se alegran cuando las riego", dice con la cabeza ladeada.

Este hombre reconoce que no quiere morir en otro lado, quiere estar cerca de su madre, que descansa en Coya Sur; se siente feliz en ese lugar que resulta hostil para alguien que no esté acostumbrado a los rigores del sol y de la sequedad del desierto. "Mire esta manivela para los camiones", continúa mostrando su colección y en ese acto puede estar horas. J